14. Historia de la Ciencia en América Latina_Tarea 2


En su análisis sobre la geografía y la historia natural en el siglo XVI, Olarte toma un punto de vista preciso al titular su artículo “comprensión del nuevo mundo”. Esta palabra, “comprensión”, crea reverberaciones de significado por su poder ser leída como acto de acercamiento a lo otro y como apropiación, una especie de “ incorporación y de domesticación, al igual que de reconocimiento de lo extraño” (Olarte, 1). El acto de comprender implicaría, según el autor, una voluntad de clasificar y ordenar lo otro, o sea de transformar el mundo que está fuera de una determinada cultura para que esta cultura misma pueda interpretarlo y leerlo a través de sus mismas simbologías y de su léxico familiar; la comprensión, entonces, sería  un proceso de transformación completa de lo desconocido en elementos conocidos que, de todas formas, tienen que perder su carácter de “otreidad” y así dejarse catalogar y traducir por el idioma de quien quiere comprender. No es, entonces, un simple acto de diálogo entre dos mundos o, en palabras más simples, un intercambio de informaciones, sino la voluntad de actuar una lectura a través de claves ya preconcebidas, o sea a través de una estructura de interpretación que no permite el acceso a nuevos puntos de vista, sino que impone el suyo.   

Como Olarte afirma, hablando del conjunto de ideologías posibles (colonialismo, capitalismo, etc.), la cuestión se basaría en el hecho de que estas se muestran a través de “las prácticas concretas que permiten la movilización y la traducción del mundo” (Olarte, 10). Lo que esto implica es que la comprensión del mundo (en nuestro caso, el nuevo mundo) a través de los esquemas mentales europeos del siglo XVI supone una clave precisa que, conscientemente o menos, los científicos y los descubridores ponen en marcha a la hora de traducir lo que ven en palabras (lo cual implica un idioma, con sus estructuras y sus contextulizaciones de uso, o sea su pragmática) con las que están familiarizados: el mundo que se abre ante sus ojos es un mundo que es analizado a través de una visual (los ojos mentales) que ya tiene sus esquemas de análisis, de estructuración del conocimiento. No es un diálogo, según Olarte, lo que se afirma en América, sino, repetimos, un simple monólogo interpretativo.

Efectivamente, la ciencia europea en cuanto modalidad de lectura y categorización de los elementos que formaban parte del nuevo mundo aplicaba esquemas de carácter, obviamente, europeo, lo cual implicaba no tanto una necesidad de traducir nuevos datos a un lenguaje diferente, como puede ser la cuestión de explicar qué son los nuevos animales o las nuevas plantas, sino una voluntad de superponer las claves de lectura europeas para así transformar “el otro” tanto en un elemento ahora parte de nuestra visión del mundo como elemento sí “otro” pero en relación a un supuesto “nosotros central”. En palabras más llanas, la descubierta del nuevo mundo y la voluntad de analizarlo y comprenderlo implicaba la construcción de un “yo” que se situaba en el centro (del mundo, por supuesto) y de un “allí” o de un “ellos” insertados en lo que definimos periferia, lo cual manifiesta otra vez una relación no paritaria sino de diferentes valores, ya que se supone que el centro sería el punto en el cual se sitúan las herramientas del poder (las herramientas del acto de “poder comprender, poder clasificar”), mientras que la periferia sería solo un elemento inferior, cuya raison d’etre se basaría no es sus características de por sí, sino en sus características en relación con el centro (efectivamente, si de periferia hay que hablar es porque hay un centro).

Las técnicas, como la cartografía, permiten entonces basar nuestra lectura según cánones que subrayando la “otreidad” del nuevo mundo logran englobarlo en un discurso del que los europeos ya formamos parte. En la representación bidimensional de las Américas, por ejemplo, estas se ven situadas efectivamente en la periferia (el lado izquierdo), como si esto ya representara de por sí el valor que tienen ante el centro representado por Europa. El hecho de nombrar a este continente “América”, o sea de tierra incognita a tierra de Amerigo, supone un cambio radical ya que este bautismo ancestral (es parte de lo humano la necesidad de darle un nombre a lo que lo rodea) no tiene en cuenta el hecho de que esta tierra, si bien descubierta, tenía varias poblaciones en su interior. La voluntad de catalogar el mundo nuevo y de darle una forma con la que poder entablar un discurso de investigación, de análisis y de apropiación vuelve así a subrayar el carácter de periferia de este ante el concepto de centro (de la civilización y, por ende, de las ciencias) que se encarna en la conciencia del mundo europeo.

Es interesante notar, como hace Olarte, que la idea de la descubierta de América supone también la creación de una visión dual en la que “el otro ser humano” se encuentra en una posición inferior: los pueblos de América no tienen las mismas estructuras, los mismos conocimientos que sí tienen los Europeos, o sea que, sugiere Olarte, el contacto con América implica para Europa un reconocimiento de su misma universalidad y superioridad ante las otras civilizaciones. América, entonces, se convierte en un objeto más que un sujeto, mientras que Europa lograría profundizar y aumentar su carácter de “actor” y de ojo capaz de ver. Y, efectivamente, lo que podemos extraer del análisis de Olarte es la dualidad ojo que ve – objeto que es visto, una acción en la que la mirada no es fuente de un diálogo entre dos miembros de la misma especie o tan solo del mismo “mundo”, sino la prueba de que este acto es unívoco. Europa lee América, entonces, y en todo esto es como si América nunca hubiera existido antes de ser “descubierta” y analizada por el léxico de la ciencia europea. 

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