02. El Universo a grandes rasgos_Tarea 4


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A Lovecraft le gustaba el universo. Una visión, la suya, que alimentaba su ateísmo: la inutilidad del hombre ante lo infinito, ante las galaxias pobladas por estrellas y planetas, lo llevaba a pensar que, efectivamente, nuestra presencia en tanto elementos vivos en un planeta como el nuestra era, ni más ni menos, una casualidad que no nos convertía en los elegidos. Tengo, de él, unos cuantos libros, en su idioma original: todos sus cuentos en una edición muy barata, dos tomos de sus mejores narraciones con unos comentarios y notas (y una introducción de Alan Moore, del cual tengo Providence), y la serie de obras menores, como son los artículos periodísticos, las notas de literatura, las notas de viaje, y una larga producción de pequeños comentarios sobre, obviamente, la ciencia. 

A Lovecraft le gustaba el universo, sí, y según Joshi (a quien envié un par de email mientras trataba de traducir la recopilación de los artículos sobre su ateísmo del escritor de Providence) sus monstruos serían la representación de la potencia cósmica. No serían, según el comentarista americano, seres sobrenaturales, sino todo lo opuesto: alienígenas que se mueven por el universo según reglas que no podemos comprender (y los que lo intentan hacer enloquecen, como el árabe que escribió el Necronomicon, presente, en una de sus traducciones, en la universidad Miskatonic). De este tipo de seres de los cosmos hay otros ejemplares en la producción narrativa, como, entre los más famosos, los de O’Bannon o los del remake de Carpenter, allá donde el frío no permite salir durante las tormentas.  

Seres que vienen de un lugar lejano, imposible de comprender, se nos presentan como metáforas, elementos de un discurso sobre lo desconocido, lo que no se puede tocar y que, sin embargo, existe. Hay que preguntarse si, efectivamente, algo existe y si, como nos explicaba Wells, los alienígenas (los marcianos de aquella guerra que ya forman parte, al fin y al cabo, del pesimismo así como del horror cósmico) quieren destruirnos o si, como nos sugerían los dos judíos americanos con su Clark Kent, están aquí para ayudarnos, parecidos, en sus rostros, a nosotros. 

Esta literatura nos permite acceder al mundo de nuestros miedos y de nuestros deseos. Y, obviamente, nos permite también pensar en lo que el universo contiene. La exploración, imposible ahora, se desarrolla a través de los cuentos que se acercan los unos al terror, los otros a la maravilla. Pero, en todos casos, se nos abre una visión diferente de lo que es el ser humano, muy lejos de los que, durante siglos y hoy todavía, piensa buena parte de la humanidad: no somos ni el centro del universo ni, efectivamente, el centro de este planeta (y, si bien pensamos que estamos a punto de destruir la naturaleza, la realidad es que es probable que vayamos hacia la autodestrucción mientras que ella, la naturaleza, seguirá existiendo como siempre ha hecho, cambiando, evolucionando, abrazando la muerte y el acto de nacer).

El universo, en tanto elemento discursivo de la cultura humana y punto de partida para cierto tipo de literatura, representa entonces una aserción: lo que está aquí no es (nunca será) de gran importancia ante lo vasto que es el dominio de la materia y de la energía en expansión. La desaparición de la humanidad no va a cambiar el trayecto del espacio tiempo (de los espacios tiempos) en que nos encontramos. Será, nuestra aniquilación, un evento del que nadie hablará y que, efectivamente, a nadie importará. 

La belleza del universo, entonces, no reside en una calidad intrínseca, como si esta fuera algo innato, sino en la interpretación visual que hacemos nosotros levantando la mirada o controlando las fotos que nos llegan desde la oscuridad. El universo no es algo hermoso de por sí: lo es porque nosotros así lo leemos, lo aceptamos, lo comprendemos. En esta explosión de majestuosidad de lo sidéreo se pone en marcha una deshumanización completa que solo puede cumplirse gracias al hecho de ser humanos. Absurdidad, aparentemente, que muestra su necesidad estructural: para que comprendamos que no somos nada hay primero que comprender y pensar (¿Descartes?), y este pensamiento no puede ser sino de tipo humano.    

Abre, la mirada hacia el cielo (nocturno, por supuesto), la sensación de que en la distribución de sí misma por parte de la naturaleza (todo es naturaleza, y su reverberación es la del universo) nosotros no tenemos ninguna importancia, elementos no tanto inútiles (todo es inútil, pero sin caer en la trampa del nihilismo) sino accidentales. Y, en esta belleza tan humana que es la de la descubierta, de conocer, de hacer que nuestra mirada vaya más allá, se nos hace necesario reconocer que en la falta de un objetivo final de tipo racional el universo, con sus infinitas tormentas silenciosas, nos puede ayudar a que nos sintamos, efectivamente, humanos. Y, todo esto, sin tener que enloquecer como Abdul Alhazred.




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